IV. LA REVOLUCIÓN CONTRA LAS MILICIAS

–El pueblo iraquí nos agradece que hayamos tomado este edificio porque era un foco de degradación.

Como si se tratase de un guía turístico, el miliciano de los Blue Hats, que prefiere omitir su nombre, nos guía orgulloso por el esqueleto del Turkish Restaurant, una mole octogonal de catorce plantas que fue ocupada durante los primeros meses de la protesta por los manifestantes, convirtiéndolo en uno de los símbolos de la revolución. 

Situado en la misma plaza de Tahrir, este edificio albergó durante la dictadura de Sadam Hussein uno de los centros comerciales más populares del país. El restaurante turco con vistas panorámicas a la ciudad de Bagdad se convirtió en un símbolo de la bonanza de aquella dictadura engrasada por los pozos petrolíferos. Su estructura resistió los bombardeos del Ejército estadounidense en la primera Guerra del Golfo y los de la invasión de 2003. Y así permaneció vacía durante los casi siguientes veinte años, como recordatorio involuntario de aquellos aciagos años y del fracaso de los sucesivos gobiernos para reconstruir su país. 

Cuando a finales de octubre los manifestantes de Tahrir se la arrebataron a los francotiradores que les masacraban, los selfies que se tomaban en la última planta resumían su lucha: en un primer plano, sus sonrisas de orgullosos conquistadores; en un segundo, sus compañeros en el puente de Jumhuriya enfrentándose -y muriendo- con las fuerzas de seguridad que protegían el tercer plano: la conocida como Zona Verde, el barrio convertido en bastión militarizado desde 2003 en el que se encuentra la Embajada de Estados Unidos y los órganos de Gobierno de Iraq: desde los ministerios hasta el Parlamento. 

Vista de la Zona Verde desde el Turkish Restaurant (P.S.)

“El Turkish Restaurant se había convertido en un foco de delincuentes: había hombres con vendajes en los brazos para ocultar los pinchazos de heroína, un grupo criminal había creado un calabozo en una habitación para la gente que detenían, hemos borrado los grafitis que eran pecaminosos…”. El miliciano de los Blue Hats va explicando el supuesto Sodoma y Gomorra en el que los manifestantes habían convertido el edificio mientras subimos tras él una planta tras otra. En cada una de ellas, describe una nueva escena propia del bosquiano infierno de El Jardín de las Delicias, mientras dos o tres hombres hacen guardia en cada descansillo de la escalera, algunos con walky talkies al cinto. Alrededor, cientos de metros vacíos de paredes y suelos de hormigón visto.

Periodistas que visitaron las instalaciones mientras aún estaban en manos de los manifestantes antigubernamentales niegan estas afirmaciones y recuerdan el ambiente festivo que se respiraba y las bibliotecas, exposiciones y charlas que se organizaban regularmente. Hasta que el 2 de febrero fueron expulsados por la milicia del clérigo Muqtada Al Sadr, uno de los grandes actores políticos del Iraq actual. 

Al Sadr debe su popularidad a su padre, el respetado Gran Ayatollah Mohammed Sadeq Al Sader, y a la milicia que creó para combatir al Ejército de Estados Unidos y de sus aliados en 2003. Es el presidente de la alianza de partidos Sairun, con una mayoría parlamentaria desde las elecciones de 2018. Pero, es sobre todo, un populista nacionalista líder de masas caprichoso e imprevisible que se ha convertido en una caricatura de sí mismo con sus continuos cambios de criterio y la prepotencia de sus intervenciones mediáticas. Pero tal es el fervor de sus seguidores, mayoritariamente personas pobres y con bajo nivel educativo, que pareciera que no hay incoherencia o disparate que le pueda pasar factura. 

En octubre, creó los Blue Hats para intentar liderar las protestas, disfrazados bajo el supuesto mandato de proteger a los manifestantes de la represión policial y debilitar así al gobierno. Tras el asesinato en Bagdad del número dos del régimen iraní, el general Qassem Sulemani, por un ataque de drones ordenado por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, Al Sadr retiró su apoyo a las protestas, pidió a sus milicianos que abandonaran las plazas y mostró su apoyo a Teherán, mientras pedía la salida inmediata de las tropas norteamericanas. Una semana más tarde, a principios de febrero, ordenó a los Blue Hats que volvieran a las calles para “ayudar a las fuerzas de seguridad a destapar a los saboteadores”. Y les animaba a hacerlo con “amor, paz y compasión”. 

Esa misma semana, en Nayaf, una ciudad del sur del país, diez manifestantes fueron asesinados supuestamente por los Blue Hats y cientos resultaron heridos. En Tahrir, recuerdan cómo en esos días el terror se hizo patente: los milicianos quemaron tiendas, arrancaron pancartas con las fotos de los muertos y desaparecidos, detuvieron a manifestantes y amenazaron a otros. Ante la inacción de las fuerzas de seguridad. 

El portavoz de los Blue Hats en la plaza bagdadí, que insiste durante la entrevista en que desde hace unos días permanece en la protesta a título personal, niega todas las acusaciones. «Estamos aquí porque creemos en las reclamaciones de los manifestantes y no tenemos por qué estar de acuerdo en todo con Al Sader», sostiene. Una vez que se haya marchado, varios jóvenes se nos acercarán para alertarnos de que no nos fiemos de él, de que «no es buena persona», precisamente.

En los bajos del Turkish Restaurant permanecen miles de post-its en los que los manifestantes escribieron sus deseos para Irak (P.S.)

“Este país está controlado por las milicias, ellos son el gobierno. Incluso Tahrir lo controlan ellos ya”, explica en una de las tiendas de atención sanitaria uno de los médicos que llevan desde el principio de las protestas atendiendo a los heridos. Y es cierto: muchos de los partidos políticos iraquíes tienen una o varias milicias a su servicio, y no lo ocultan. El facultativo pide guardar el anonimato, aunque sostiene que nada de lo que ocurre en esta plaza pasa inadvertido a los ojos de los paramilitares y que después, vendrán a pedirle explicaciones. Le da igual. Quiere hablar. Está exhausto y sabe que a la revolución le queda poco para extinguirse. 

“Hace poco, miembros de la milicia Saraya Al Salam (también de Al Sadr) detuvieron aquí en Tahrir a un doctor con mi mismo nombre. No sé si me buscaban a mí. Lo acusaron de llevar un arma. Todos los que le conocemos sabemos que es mentira. Lo llevaron a la prisión del aeropuerto de Old Muthanna. Le amenazaron con matar a su madre, a sus hermanas… antes de ponerlo en libertad tras unos días”, explica. Los activistas hablan de cientos de detenidos en esta cárcel situada en una base militar cercana al aeropuerto de Bagdad, en el barrio de Al Mansur. Se les acusa de terrorismo y sostienen que no pueden recibir visitas de sus abogados ni de sus familiares. 

“Cuando (los paramilitares) nos paran por la calle para ordenarnos que no sigamos protestando o atendiendo a los heridos y les preguntamos quiénes son, nos responden que el Gobierno. Y realmente piensan que lo son porque para ellos Al Sadr es su Dios. Si insultas a Dios no les importa, pero si hablas mal de su líder, querrán matarte. Y te lo digo yo, que soy musulmán”, continúa. 

Grafiti pintado en el Turkish Restaurant (P.S.)

Este médico perdió su puesto de trabajo en el hospital después de que desoyese la orden de la gerencia de dejar de ir a las protestas. Ahora solo quiere que vuelva a tomar el control de las calles el Ejército estadounidense. “Que se lleven todo el petróleo y todo lo que quieran, pero que nos traigan la paz. Es lo único que queremos. Llevo en esta revolución desde octubre para tener una vida normal: paz, seguridad, un trabajo, agua potable, electricidad, buena conexión a Internet…. Este gobierno no trabaja para su pueblo, solo para robarlo todo”, añade. 

En la voz de este joven de 27 años hay tanta desesperación como agotamiento. “Si esta revolución no triunfa, tendré que abandonar el país, a mis padres, a mis hermanas, porque lo saben todo de mí e irán a buscarme”. A su alrededor, otros estudiantes y licenciados en medicina y enfermería atienden a un joven al que, sostiene, le partieron en noviembre la pierna durante las protestas por disparos. Los hierros sobresalen de su extremidad entre las cicatrices ya resecas. “Vengo aquí a que me hagan las curas porque no tengo trabajo ni dinero para pagarme la atención médica”, explica. 

“Tenemos un gobierno supuestamente chií, pero no le importa ni siquiera su gente. Eso sí, estos gobiernos han creado un odio entre suníes y chiíes absurdo. Se supone que hay un solo Islam, pero han creado dos religiones que se odian entre sí”, concluye. 

De hecho, uno de los cánticos que se han podido escuchar en estos meses de revueltas ha sido el de “Secularidad, secularidad, ni suní ni chií”. Esta es una de las razones que ha movilizado también a Mass, una periodista del Instituto de Cultura, Artes y Medios de Iraq que ha documentado y participado en la revolución desde sus inicios. “Queremos que la religión salga del Parlamento y deje de dividir a nuestra sociedad”. Mass, que se crió en un pueblo del sur del país, recuerda que creció idolatrando a Sadam Hussein. “En las escuelas nos enseñaban que era el héroe de los pueblos árabes. Tras la invasión de 2003, y darme cuenta de lo que había sido la dictadura, pensamos que habría un gobierno democrático. Pero la situación no ha dejado de empeorar desde entonces”, lamenta.

Como periodista, Mass ha reconstruido la historia de algunos de los jóvenes asesinados, considerados por sus compañeros mártires, y que ella concibe como “velas que alumbran nuestra lucha”. Pero la lucha está apagándose, y la llegada del coronavirus terminará de extinguirla, como ya lo ha hecho en Hong Kong, Francia o Irán. Muchos de los protestantes de Tahrir han sustituido los pañuelos con los que cubrían sus rostros para protegerse de los gases lacrimógenos y evitar ser identificados, por las mascarillas sanitarias para evitar contagios. Desde hace días, voluntarios vestidos con equipos aislantes desinfectan la plaza con fumigadores. Pero son conscientes de que pronto tendrán que abandonar la acampada para contribuir a la contención de la pandemia. 

Mientras, los Blue Hats siguen paseándose entre ellos, y aunque ya no visten las gorras azules que permitía distinguirles, aquí todo el mundo se conoce. De hecho, la plaza ha quedado dividida en dos: el lado del Turkish Restaurant es territorio de los sadristas, como se les conoce, y los manifestantes más significados evitan acercarse a sus calles limítrofes, donde dicen, es habitual que se les interrogue y, en algunos casos, detenga. Al otro extremo, especialmente por las tardes, la actividad sigue desarrollándose bajo el Mural de la Liberación. Porque esta dolorosa revolución no habría llegado hasta aquí si no hubiese conseguido importantes logros.