Según nos alejamos del centro de Bagdad en dirección al este y nos acercamos al barrio de Al-Ameen, a una hora en autobús de Tahrir, las viviendas van perdiendo encofrado, el tendido eléctrico se va enmarañando en decenas de cables entrecruzados que arañan la visión del cielo como un nido en construcción, y las calles van perdiendo pavimento y aceras y ganando en tierra, polvo y baches. De este paupérrimo barrio proceden mucho de los manifestantes de Tahrir, incluido Alaa Kadim, el joven asesinado en las protestas el 25 de febrero cuyos familiares nos invitaron a acompañarles en el velatorio en su casa.
En la puerta de la vivienda, una lona con su fotografía y nombre reivindica su muerte en el barrio. Bajo el dintel, un par de velas rojas se consumen mientras vecinos acuden a dar el pésame a sus familiares. En la principal estancia de la casa, una habitación de unos veinte metros cuadrados cubierta con roídas alfombras, su padre, hermanos y tíos, les reciben y rezan conjuntamente algunas suras. En una más pequeña, junto a la humilde cocina, permanecen sentadas sus dos hermanas, su tía y su prima. La madre de Alaa murió hace un par de años por falta de medicamentos en el hospital, según cuenta su padre. Algo común en Iraq, donde los enfermos tienen que comprar muchos de los remedios en las farmacias para que se los suministren los especialistas. Su prima, una joven de 17 años, es ahora casi viuda. Su boda con Alaa se iba a celebrar una semana después de su asesinato. Ahora tendrá que guardar luto al menos durante un año.
“Mi hijo era un buen muchacho. Trabajaba en lo que le salía, que era un par de veces a la semana máximo. Le pagaban unos 7 dólares al día, que no da ni para una comida. Era normal que fuese a las protestas contra el gobierno”, explica su padre, que con su mísero sueldo como conductor del gobierno sostiene a sus cinco, ahora cuatro, hijos e hijas. En Iraq, la mayoría de los empleos siguen dependiendo del sector público, como durante la dictadura de Sadam Hussein, y el acceso está mediado por las redes clientelares basadas en favores, sobornos, filiaciones religiosas y políticas.
La familia de Alaa se enteró de su muerte por la llamada telefónica de un trabajador de la morque, un edificio oscuro de una planta situado junto a los principales hospitales de Bagdad, para cuyo acceso hay que pasar varios puestos de control –Bagdad en sí misma es una sucesión de controles militares–. Cuando llegamos, ya se habían llevado su cuerpo. “Solo nos dijeron que fuésemos a recogerlo. Esa fue toda la explicación oficial que nos han dado. Sabemos lo que ocurrió porque nos lo contó el conductor del tuk-tuk que lo trasladó a la ambulancia. No iba un médico con él, sólo el conductor. Así está nuestro país”, explica Hassan Al-Shamary, tío de Alaa, un entrenador de fútbol que combatió a los ejércitos de la coalición de las Azores.
Hassan no cree que los disparos que acabaron con la vida de su sobrino procediesen de los policías iraquíes que reprimen las protestas. “Los iraquíes no matan a iraquíes”, opina. Cuando le preguntamos si cree que han sido los supuestos francotiradores iraníes con los que actúan coordinadamente, nos insta a preguntar a las autoridades. “Ya son casi 700 los jóvenes asesinados. Con saber quién es el responsable del primer muerto ya se podría saber los del resto”. Ante la pregunta de si teme represalias por hablar públicamente sobre el asesinato de Alaa, endurece el rostro y contesta sin pestañear: “Hemos combatido al Ejército más poderoso del mundo, el de los Estados Unidos; hemos luchado en muchas guerras, ¿cómo vamos a tener miedo de hablar de la muerte de nuestro sobrino?”.
Pese a todo, el padre de Alaa considera que ha merecido la pena. O que, al menos, no había alternativa. Algo en lo que coinciden todos los manifestantes entrevistados. En estos seis meses de revolución, han cosechado logros políticos inauditos: la dimisión en noviembre del primer ministro, Abdel Mahdi, la propuesta de los partidos políticos de reformar la ley electoral para que se puedan presentar candidatos por distritos de manera individual -algo inviable en la práctica, según expertos consultados por The New York Times–, la promesa del adelanto de las elecciones para el otoño, y que el Parlamento sea incapaz de refrendar un nuevo primer ministro ante la crisis política más importante que ha vivido en los últimos años. Sin embargo, nada de ello parece que vaya a desembocar en el objetivo de los manifestantes: acabar con el régimen instaurado por los países ocupantes en 2003.
“Antes de 2003 no había esta guerra entre suníes y chiíes. Ahora no hay ley, las empresas internacionales no viene por la inestabilidad y no hay trabajo. Los americanos nos sacaron del fuego de Sadam para meternos en otro peor”, lamenta el padre de Alaa, sentado junto a Zaid, el muchacho de 20 años que el día anterior nos invitó a su casa. Era el primera día que iba a Tahrir, hasta entonces estudiaba en la mezquita para ser imam y no tenía interés en las protestas. Ahora dice que no dejará de ir un solo día en memoria de su hermano mayor.