La plaza de Tahrir guarda muchas semejanzas con las acampadas españolas del 15M de 2011. Decenas de tiendas albergan los sueños futuros de los jóvenes llegados de todos los barrios de Bagdad: los bohemios, la biblioteca que han creado con una treintena de títulos revolucionarios y clásicos árabes; los estudiantes de Farmacia, un dispensario con ibuprofeno, paracetamol y gasas; las feministas, un espacio seguro y decorado con lazos morados cayendo del techo y cojines en el suelo; los comunistas, una con fotografías de sus líderes clásicos; más allá, jóvenes universitarios pelan patatas mientras una mujer con niqab negro amasa y hornea panes en un bidón con carbón; en uno de los extremos, decenas de tiendas de campaña donde duermen algunos de los más activos en la revuelta.
Pero Tahrir es también un memorial de la violenta represión que el gobierno iraquí sostiene contra sus jóvenes activistas: decenas de rostros de muchachos nos miran desde los cárteles que recuerdan que fueron asesinados y pequeñas manifestaciones improvisadas se suceden con pancartas con otros rostros que piden que se aclare su paradero. “La última vez que supimos de él fue anoche. A las ocho fue a cenar algo a un bar, a las diez subió su última publicación a Facebook”, explica Omar Al Shasi, hermano de Mustafa. “Claro que sabíamos que esto podía ocurrir. Estamos aquí desde octubre y hemos visto desaparecer a muchos otros. Nuestros padres sabían de este riesgo, pero ¿cómo nos van a decir que no vengamos? No tenemos ningún futuro”, explica con serenidad. Alrededor, sus allegados corean “No cerraremos nuestras bocas”.
Minutos más tarde, una nueva comitiva grita otro nombre: Alaa, estudiante de tecnología de 26 años, desaparecido también desde el día anterior. “Solo esperamos que lo haya detenido el gobierno, entonces tiene posibilidades de ser puesto en libertad. Si han sido las milicias… Con suerte lo torturarán y pondrán en libertad en unos días; si no,..”, balbucea su hermano Sulam.
Las milicias, de las que todo el mundo habla en la acampada, aunque a menudo bajen el tono para hacerlo, son una miriada de grupos paramilitares con relación, en muchos casos, con partidos políticos. Sin embargo, desde enero, la que se ha hecho con el control de Tahrir son los conocidos como Blue Hats –por el color de las gorras que vestían al principio, y una burla a los Cascos Azules de la ONU, según algunos–. Muchos de sus integrantes, se estima que unos 3.000, proceden de las Unidades de Movilización Popular de Irak creadas inicialmente para apoyar al Ejército Iraquí en la guerra que libró contra el ISIS entre 2014 y 2018. En la actualidad, se han convertido en al menos tres milicias fuera del control del gobierno y con aspiraciones políticas.
Los Blue Hats están liderados por el líder chií Muqtada Al-Sader, una de las figuras políticas más poderosas del país y principal valedor de los intereses iraníes.
Uno de los grandes detonantes de las protestas fue la injerencia de Teherán en la política iraquí, así como la desviación de fondos del presupuesto de su gobierno –fundamentalmente proveniente del petróleo– al régimen de los ayatolás para paliar las consecuencias de las sanciones impuestas por Donald Trump. E Irak es un país devastado económicamente. Pese a que es el séptimo productor de petróleo del mundo, las arcas gubernamentales son cada vez más exiguas. A la caída del precio del barril durante la última década, hay que añadir que Irak es uno de los países más corruptos del mundo, como ha determinado Transparency International. Como ejemplo, el miembro de una comisión parlamentaria destinada a investigar la corrupción reconoció públicamente en 2016 haber recibido millones de dínares en sobornos. Mientras, el 20% de su población sobrevive por debajo del umbral de la pobreza, es decir, ingresos menores de dos dólares al día, sin agua corriente y/o potable, energía eléctrica suficiente, sin nada. Al mismo tiempo, tiene una de las poblaciones más jóvenes del mundo: el 60% de sus 38,5 millones de habitantes tiene menos de 25 años y uno de cada tres está desempleado, según el Fondo Monetario Internacional. La ciudadanía tiene la percepción de que es mucho mayor: entre la decena de jóvenes entrevistados, con estudios de grado medio y universitario, una minoría insignificante tenía siquiera un empleo precario. La mayoría reconocía que sus amigos se encuentran en la misma situación y sin perspectiva de mejoras. Cada año, unos 700.000 veinteañeros desembocan en un mercado laboral en coma.
De hecho, más allá de las sucesivas protestas que se han sucedido en Irak desde 2010, el precedente de esta última revuelta fue una sentada que licenciados con másteres y posgrados protagonizaron en junio y julio de 2019 ante el Ministerio de Educación para pedir una salida laboral. Decenas de ellos fueron arrollados por un motociclista. El ministro negó cualquier relación de esta actuación con el gobierno, pero eso sí, culpó a los estudiantes por ponerse en riesgo sentándose en la calle.
“Si esta revolución no triunfa, vamos a morir todos. Las milicias no nos van a perdonar. Nos matarán uno a uno”, sostiene Lilian Zeyad, una veterinaria de 27 años, mirada brillante y sonrisa acogedora, que ha encontrado “el sentido de mi vida en la revolución, aquí he sabido lo que es la libertad”. Lilian lleva atendiendo a los heridos desde octubre, pero cuando uno muere sale corriendo. “No puedo ver a mis hermanos morir. Míranos, estamos todos en la veintena y pedimos cosas muy simples: vivir correctamente en nuestro país, con seguridad y libertad. Y mira lo que nos hacen: matarnos”. Como todos los entrevistados, rechaza tener miedo a la muerte y se acoge a que “nuestra hora la dispone Dios”. Solo así se explicaría el tesón de estos jóvenes, sino fuera porque es de necios creer en la resignación perpetua como forma de control social.
También como la mayoría de los entrevistados, antes de la revolución Lilian solo veía una salida digna a su vida: migrar. De hecho, muchos de sus amigos lo hicieron a través de la vía de los Balcanes en 2015 y 2016. Y también, como muchas de las personas consultadas, creen que esa sería la única vía para salvar su vida si su lucha no acaba con el régimen existente. “Aquí no hay futuro, pero ahora no puedo irme y dejar a la gente con la que he hecho esta revolución. Moriré aquí”.
En Iraq, hablar de jugarse la vida por la posibilidad de conquistar una digna de ser vivida no es retórica. Los jóvenes que se han levantado contra el régimen resultante de la invasión de Irak de 2003 llevan toda su vida sobreviviendo a sucesivas crisis humanitarias y guerras. Los que se acercan a la treintena como Lilian, sufrieron las consecuencias del embargo decretado por la ONU en 1990 como castigo por la invasión de Kuwait ordenada por el dictador Sadam Hussein. Más de medio millón de niños y niñas murieron por desnutrición en los años sucesivos, una medida que según la entonces embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas, Madeleine Albright, “mereció la pena”. La devastación sembrada por la invasión de Iraq de 2003, desembocó -motivado estratégicamente por Estados Unidos– en el terror sectario entre chiíes y suníes, que con sus atentados y coches bombas terminó desembocando en una guerra civil que se cobró la vida de hasta un millón de personas, según las estimaciones más compartidas por la población local. En 2011, un levantamiento suní fue reprimido sanguinariamente, con helicópteros artillados inclusive. Tres años después, en 2014, llegó la guerra contra el Estado Islámico en el norte del país, que sólo en la batalla de nueve meses que se libró en Mosul, acabó con entre 9.000 y 11.000 civiles, según una estimación de Associated Press.
“No hemos vivido jamás en paz, toda nuestra vida ha sido una guerra tras otra, con nuestros vecinos y entre nosotros”. Rania Hassan tiene 21 años y viste con estilo rockero: jeans oscuros y botas militares. Trabaja como enfermera en el Instituto Médico de Bagdad. Las profesiones sanitarias son las que disfrutan de menos desempleo en este país y aún así, desde 2003, más de 20.000 médicos han migrado por los bajos salarios y el desmantelamiento del sistema público sanitario. Según la Organización Mundial de la Salud, en la antigua Mesopotamia solo hay 10 facultativos por cada 10.000 habitantes.
A pesar de todo, cuando no está trabajando, Rania está en Tahrir. En estos meses calcula que habrá atendido a más de 200 personas heridas –“he visto decenas de muertos de las peores maneras posibles”–. Transmite un aplomo impropio de su edad, y solo se atisba un brillo de entusiasmo cuando habla de los amigos que ha hecho en la revolución: “son incomparables al resto de los que he hecho en mi vida”. Y cuando habla de amigos, habla de chicas y chicos.
Próximamente: capítulo III. La revolución por la igualdad.